El café boliviano brilla en el mundo

Hay una fragancia que delata el amanecer en muchas casas bolivianas: el café recién hecho. Pero detrás de esa taza hay mucho más que un ritual cotidiano. Hay historia, hay montaña, hay manos que cosechan con paciencia. Y cada vez más, hay reconocimiento internacional.

El café boliviano vive un momento excepcional. No solo por su calidad, sino por la forma en que está posicionándose cómo producto gourmet en mercados globales. Y las cafeterías bolivianas no se quedan atrás, destacan en rankings internacionales.


Café de altura, café de origen

Bolivia es un país montañoso, y esa altitud —entre 1.200 y 2.300 metros sobre el nivel del mar— es una de las claves que hacen del café boliviano un producto tan especial. En zonas como los Yungas, Caranavi, Coroico, Villa Tunari y Samaipata, se cultivan granos con perfiles sensoriales únicos: notas frutales, florales, acidez media-alta y un dulzor natural que se distingue con facilidad en catas especializadas.

El microclima, la biodiversidad y la riqueza de suelos en estas regiones permiten el desarrollo de variedades como Typica, Geisha y Catuaí. Pero también, es el trabajo artesanal de pequeños productores lo que define la calidad.


Reconocimiento internacional (y una oportunidad de oro)

En los últimos años, el café boliviano ha escalado posiciones importantes en el escenario internacional. Algunos ejemplos recientes:

  • En 2024, Bolivia ganó cuatro medallas de oro en el prestigioso Concurso Mundial de Cafés Tostados al Origen (AVPA), realizado en París.
  • El país forma parte activa de competencias como Taza de Excelencia Bolivia, donde se premian los mejores lotes del año.
  • Baristas bolivianos han empezado a competir (y ganar) en certámenes regionales, mostrando el potencial del país no solo como productor, sino también como generador de talento.

Pese a estos logros, aún queda mucho camino por recorrer. Como señalan diversos expertos, Bolivia no produce café a gran escala como otros países latinoamericanos. Sin embargo, eso se convierte en una virtud: su producción es más selecta, cuidada y especializada. Una joya para los catadores exigentes.


Las cafeterías bolivianas también son reconocidas a nivel internacional

Bolivia brilla en el mapa del café. En la edición 2025 del ranking The World’s 100 Best Coffee Shops, cuatro cafeterías bolivianas se posicionaron entre las mejores de Sudamérica, consolidando al país como una de las nuevas potencias cafeteras de la región.

☕ Un reconocimiento que trasciende la taza

El listado, que evalúa la calidad del café, el servicio, la innovación y la experiencia del consumidor, destacó a:

  • Puesto 81: Blacksoul Café Brewing Lab
  • Puesto 74: Somos Specialty Coffee
  • Puesto 56: Café Buena Vista
  • Puesto 53: Roaster Specialty Coffee
  • Puesto 39: HB Bronze Coffeebar
  • Puesto 32: Café 4 Llamas
  • Puesto 30: Alquimia Specialty Coffee
  • Puesto 19: Mugen Coffee Proyect
  • Puesto 11: Typica Café

Estas cafeterías no solo sirven café: defienden una identidad, una historia y un origen.
Cada una trabaja directamente con productores bolivianos, promoviendo el comercio justo, la trazabilidad y el conocimiento del grano desde su cultivo hasta la taza.


¿Qué hace tan especial al café boliviano?

  • Altitud: Café cultivado en altura desarrolla mejor acidez, aromas y complejidad.
  • Variedad genética: Diversas variedades bien adaptadas al ecosistema andino-amazónico.
  • Sombra natural: Los cafetales crecen entre árboles nativos, lo que favorece la biodiversidad.
  • Cosecha manual: Cada grano es recolectado a mano, solo cuando está en su punto ideal de maduración.
  • Producción orgánica: Muchos caficultores bolivianos trabajan sin químicos, apostando por procesos más limpios y sostenibles.

Dónde probarlo

Cada vez más cafeterías especializadas dentro y fuera de Bolivia incluyen café de origen boliviano en sus cartas. En La Paz, Cochabamba, Santa Cruz, Sucre y Tarija existen espacios que lo sirven con métodos de extracción variados: espresso, chemex, v60 o prensa francesa.

También es posible encontrarlo en ferias, mercados y a través de marcas locales que trabajan con cooperativas de pequeños productores. Algunos nombres ya están conquistando paladares en Estados Unidos, Corea del Sur, Japón, Francia y Alemania.


Una opinión personal

Soy de los que cree que una taza de café puede ser también una declaración de identidad. El café boliviano no solo tiene aroma y sabor: tiene historia, tiene geografía, tiene lucha.

Y sin embargo, muchas veces no sabemos diferenciar entre un café de origen y un café comercial cargado de azúcar o mezclas genéricas. Por eso, me alegra ver cómo se empieza a valorar el producto nacional, a entender sus procesos, a respetar el trabajo de quienes están detrás.

Tomar café boliviano no es solo una elección de sabor: es una forma de apoyar lo nuestro. De honrar a los productores, las familias recolectoras, las manos que tuestan con precisión y los baristas que defienden cada grano como si fuera oro (y lo es).


¿Sabías que…?

El café de altura boliviano también se utiliza en coctelería de autor, repostería y heladería gourmet.

En los años 70, Bolivia exportaba café a gran escala, pero hoy ha optado por un modelo más enfocado en la calidad y el comercio justo.

El café boliviano es 100% arábica, considerado el de mejor perfil sensorial.

Existen más de 25.000 familias productoras en el país, muchas de ellas organizadas en cooperativas.

En ciudades como Santa Cruz y La Paz, el consumo se ha disparado en los últimos años, gracias a la cultura de cafés de especialidad.

La hoja de coca: entre tradición, estigmas y reinvención urbana

Una planta ancestral, una historia incomprendida

Hablar de la hoja de coca es adentrarse en un universo complejo. Para algunos es símbolo de identidad; para otros, aún es sinónimo de estigma. Pero lo cierto es que esta planta —tan sagrada como malinterpretada— ha formado parte de la historia de los Andes mucho antes de que existiera un país llamado Bolivia.

Consumida por culturas preincaicas y luego integrada al sistema simbólico y medicinal del Tahuantinsuyo, la coca ha sido usada durante siglos como energizante natural, analgésico, digestivo, ritual sagrado y elemento de cohesión social. Masticarla (o “acullicarla”) no era ni es un hábito marginal, sino una práctica ancestral profundamente conectada al entorno y al cuerpo.

Y sin embargo, el mundo moderno ha optado por reducirla al escándalo. A nivel internacional, el nombre “coca” se asocia de forma casi automática a la cocaína, sin considerar las diferencias fundamentales entre la planta natural y el alcaloide extraído de ella a través de procesos químicos altamente tóxicos.

Para obtener un kilo de cocaína se necesitan alrededor de 250 kilos de hoja de coca —además de sustancias como ácido sulfúrico, queroseno o cemento—. La hoja en su forma natural no genera adicción, ni efectos psicoactivos comparables, ni representa un peligro para la salud.


La hoja legal, cultural y medicinal

En Bolivia, la coca es legal. Su cultivo está regulado y limitado a regiones autorizadas, y su comercialización está controlada por la Dirección General de Comercialización e Industrialización de la Hoja de Coca (DIGCOIN). Su consumo no solo es parte de la vida rural, sino que tiene usos rituales, gastronómicos, terapéuticos y sociales.

La hoja contiene más de 14 alcaloides, además de ser rica en vitaminas (A, B, C y E), calcio, fósforo, hierro y proteínas. Su poder energizante, digestivo y regulador la ha convertido en un alimento funcional para quienes trabajan largas jornadas en condiciones extremas, especialmente en altura.

Y no es un secreto: la NASA y organismos científicos de renombre han estudiado la hoja de coca, reconociendo su composición nutricional como notable. En muchos contextos, su valor supera al de los multivitamínicos industriales.


¿Coca es igual a cocaína? No.

Pese a lo anterior, la confusión persiste. La hoja de coca fue prohibida por la Convención Única de Estupefacientes de 1961 impulsada por la ONU, debido a la presión de países que no entendían ni aceptaban su valor cultural.

A partir de ahí, empezó una larga lucha por la desestigmatización de la hoja, liderada por Bolivia, que consiguió en 2013 su readmisión al convenio con una reserva específica que reconoce el uso tradicional y legal de la coca en el país.

Hoy, sin embargo, el reto no está solo fuera de Bolivia. También está adentro: en cómo se consume, en cómo se transforma, y en cómo se regula una práctica ancestral que empieza a reinventarse en contextos urbanos.

Origen ancestral: un legado que no caduca

Los vestigios arqueológicos revelan que el uso de la hoja de coca se remonta a más de 3.000 años en los Andes centrales. En el imperio incaico, su uso era ceremonial, espiritual y medicinal. El acullico —la masticación lenta de las hojas— no solo brindaba energía: era también un vínculo con lo sagrado.

Hoy, su uso sigue tan vigente como antes. Desde los mineros de Potosí hasta los campesinos del altiplano y los valles, la coca acompaña jornadas de trabajo, rituales comunitarios, celebraciones y curaciones. También está presente en ferias, mercados y tiendas urbanas, aunque el perfil de su consumo ha comenzado a cambiar en los últimos años.


Del acullico tradicional al “acullico recargado”

En el pasado, el acullico —masticar hoja de coca con lejía o “llipta” para extraer sus propiedades— era una práctica casi exclusiva de campesinos, mineros, transportistas o comerciantes de zonas rurales. Hoy, sin embargo, se ha trasladado también a las ciudades, en especial entre jóvenes que buscan una forma de consumir energía sin químicos ni cafeína artificial.

Esta tendencia ha derivado en lo que muchos llaman el “acullico recargado”: mezclas de hoja de coca con ingredientes como mentol, stevia, hierbas aromáticas, frutas deshidratadas o energizantes, ofrecidas en tiendas, ferias o redes sociales.

Aunque la creatividad abunda, el Ministerio de Salud ha advertido que estas presentaciones saborizadas no cuenta con registro sanitario, lo que implica riesgos para la salud, ya que no se conocen con precisión ni las dosis, ni las combinaciones, ni los posibles efectos secundarios.

¿Estamos ante una reinterpretación contemporánea o una banalización de lo ancestral? La discusión está sobre la mesa.


El auge cruceño: donde la hoja se volvió tendencia

Uno de los fenómenos más llamativos es el crecimiento del consumo de coca en Santa Cruz. Según datos oficiales de DIGCOIN, en los últimos diez años el consumo legal en este departamento aumentó en un 27 %, consolidando a Santa Cruz como uno de los principales centros de demanda de coca en Bolivia.

¿La paradoja? Esta región no tiene una tradición ancestral de acullico comparable a la del altiplano. El crecimiento no responde a herencia cultural, sino a una adopción urbana, moderna y funcional.

En la capital cruceña, es común ver a personas jóvenes, estudiantes, oficinistas o emprendedores portando sus bolsas de coca como alternativa a bebidas energéticas, como complemento para entrenamientos físicos o incluso como sustituto del café.

La hoja de coca ha sido absorbida por una estética de lo natural, lo alternativo y lo cool, en un fenómeno que se distancia bastante del consumo más sobrio y ritual de ciudades como La Paz, donde, aunque la hoja es parte del día a día, no ha alcanzado este nivel de masividad entre públicos jóvenes urbanos.

Esto, por supuesto, plantea retos regulatorios y también culturales: ¿estamos reconociendo el valor de la hoja o solo apropiándonos de su imagen?


Más allá del acullico: la hoja en la cocina, la ciencia y el arte

En los últimos años, la coca ha encontrado nuevas formas de presencia cultural y comercial:

  • Infusiones artesanales
  • Helados, chocolates y mermeladas con coca
  • Pasteles, panes, galletas y bombones
  • Licor de coca y bebidas energéticas naturales
  • Cosmética, pomadas y pasta dental artesanal

Estos productos, elaborados por emprendedores bolivianos, buscan revalorizar el uso tradicional, acercarlo a nuevos públicos y contribuir a su desestigmatización.

En la investigación médica, hay estudios que exploran su potencial para tratar diabetes, mejorar la oxigenación o aliviar dolencias musculares, lo que podría convertirla en un superalimento del futuro si se le quitara el estigma legal internacional.

Incluso en el arte, la coca ha sido reivindicada por creadores bolivianos como símbolo de identidad, resistencia y orgullo.

La hoja ya no es solo campo: también es cocina, ciencia, innovación y cultura pop.


Opinión personal: entre el respeto y la responsabilidad

Como boliviano, siento que es momento de reconocer todo lo que la coca representa. No es solo una hoja. Es parte de lo que somos. Es memoria viva, conocimiento popular, alimento para el cuerpo y el alma. Es parte del tejido social, del trueque, de los rituales. Es símbolo y sustento.

Pero también creo que hay que evitar caer en extremos. Ni demonizarla como lo ha hecho el mundo, ni romantizarla hasta ignorar sus riesgos cuando se la mezcla sin control.

Si la hoja de coca ha sobrevivido más de 3.000 años, es por su capacidad de adaptarse sin perder el origen. Cuidémosla, regulemos su transformación, quitémosle los prejuicios, pero también evitemos que se convierta en un producto más del mercado sin alma.

La hoja de coca no necesita permiso para existir. Solo necesita que la entendamos y la respetemos como lo que es: parte esencial de nuestra identidad.

Que se sepa:

  • La hoja de coca no es droga
  • Es medicina tradicional
  • Es patrimonio cultural
  • Es producto con potencial gastronómico, cosmético y terapéutico
  • Es símbolo de identidad andina
  • Y, sobre todo, es una hoja que merece respeto y conocimiento

Tantachawi: cena colaborativa entre Chile y Bolivia con toques asiáticos.

Una cena colaborativa entre Phayawi, Yumcha y la bodega San Francisco de la Horca reunió, en una misma experiencia, productos bolivianos, técnicas asiáticas y maridajes audaces.


Bienvenida a una noche diferente

La noche del viernes comenzó con hospitalidad y emoción en Phayawi, uno de los restaurantes más destacados de La Paz y parte de la reconocida lista de Latin America’s 50 Best Restaurants. Nada más llegar, el ambiente ya anticipaba algo especial. Me recibieron con calidez y me ofrecieron un menú impreso, dividido en dos hojas: una con los platos del evento y otra con las bebidas.

La propuesta gastronómica era el resultado de una colaboración entre Valentina Arteaga, chef anfitriona de Phayawi, y Nicolás Tapia, chef chileno al mando de Yumcha, un pequeño restaurante en Santiago de Chile cuya cocina se inspira en el té, en las salsas y en las raíces asiáticas.

Por su parte, el maridaje fue curado por la sommelier Macarena Aguayo y Marcelo Vacaflores, propietario de la bodega San Francisco de la Horca, una de mis favoritas del país. Como bonus, Nicolás Tapia también preparó una serie de infusiones que fueron pensadas como alternativas sin alcohol para acompañar la experiencia.


Entrantes: texturas, salsas y creatividad

Compartí mesa con amigos y, entre risas y curiosidad, decidimos pedir todo el menú para compartir. Una excelente decisión, porque cada plato tenía algo distinto que contar.

ZAPALLO, PEPITAS, K’OA Y CHARQUE
Un mil hojas de zapallo al horno con emulsión y pepitas garapiñadas, acompañado de charque de llama y k’oa fresca. Un inicio suave, agradable, aunque de sabores más contenidos frente a lo que vendría después.

COLIFLOR, MANÍ Y AJÍ COLORADO
La estrella de las entradas. Una coliflor al horno acompañada de una salsa macha y otra de maní. La salsa macha, hecha con ají, jengibre, ajo, cebolla y maní, robó protagonismo. Una bomba de sabor con técnica impecable. Confieso que repetí cucharadas del plato de mis vecinos.

PEJERREY, TUBÉRCULOS Y CHILI OIL
Pejerrey en escabeche con tubérculos marinados en chili oil, hierbas frescas y una salsa inspirada en la cocina china, ligeramente picante. Sabores bien equilibrados entre dulce, salado y especiado. Fue, sin duda, una de mis entradas favoritas.


Platos principales: contrastes bien ejecutados

TRUCHA, REPOLLO Y PIMIENTA DE SECHUÁN
Una adaptación local del plato insignia de Yumcha. La trucha boliviana se confita y se sirve con caldo de repollo fermentado, kimchi blanco y repollo chino al wok. La pimienta de Sechuán produce una sensación peculiar: adormece la boca y estimula la salivación. Me encantó, aunque agradecí que lo hayamos compartido.

TOSTADA DE CORDERO
Un brazuelo perfectamente cocido, servido sobre tostada con papas nativas y verdes. Lo inolvidable fue el pequeño cuenco con el caldo donde se cocinó el cordero: profundo, cálido, lleno de sabor. Un lujo.


Postres que cierran con altura

KAKIGORI DE LIMÓN
Granizado, helado, crema, galleta y mermelada de limón fermentado. Todos los elementos posibles del limón, perfectamente equilibrados. Para mí, el mejor postre de la noche (aunque, lo admito, soy fanático del limón).

CAFÉ Y CHOCOLATE
Un dúo clásico hecho con insumos de altísima calidad: bizcocho, ganache, helado y nibs de cacao. Ambos productos, café y cacao, bolivianos y excelentes. Sencillo, preciso y muy sabroso.


Maridajes que acompañan con intención

Las infusiones fueron una gran sorpresa. Probé la de wira wira, cedrón, eucalipto, k’oa y miel: intensa, aromática y cálida. Otras opciones incluían combinaciones como:

  • Maní, ají y maíz
  • Kiswara y quinua
  • Quirquiña y zapallo

En cuanto a las bebidas alcohólicas, los cocteles con singani destacaron por su frescura. El que elegí, con cítricos y jamaica, fue el aperitivo perfecto.

Los vinos de San Francisco de la Horca también brillaron. Probé el moscatel de Alejandría y el vino naranjo, ambos en crianza en damajuana. Frescos, expresivos y muy bien pensados para acompañar los platos. Una bodega que sigue destacándose por su dedicación y calidad.


Un cierre con sabor a encuentro

Este tipo de cenas son más que experiencias gastronómicas. Son espacios de aprendizaje, de diálogo entre cocinas, de descubrimiento para el paladar. Tantachawi —que en aymara significa “encuentro”— fue eso: una fusión entre sabores asiáticos y bolivianos, entre productos locales y técnicas foráneas, entre equipos que hablan lenguajes diferentes pero se entienden con el gusto.

Salir de ahí fue hacerlo con nuevas referencias, nuevas preguntas, y muchas ganas de seguir explorando. Porque si algo nos enseña la buena cocina, es que siempre hay más por descubrir.

El cacao boliviano: identidad silvestre, fino y de aroma

Aunque el mundo ya lo ha premiado y reconocido por su calidad, en casa el cacao boliviano sigue siendo un producto poco comprendido, muchas veces confundido o subvalorado. Pero detrás de ese grano oscuro y aromático hay una historia rica, compleja y profundamente nuestra. Bolivia tiene algo que pocos países pueden reclamar con firmeza: cacao silvestre nativo, cultivado sin intervención agresiva, con saberes heredados y una biodiversidad que lo convierte en un verdadero patrimonio.


Un origen silvestre y profundamente amazónico

A diferencia de otras zonas productoras en el mundo, Bolivia posee una de las pocas reservas de cacao silvestre del planeta. Esto significa que hay árboles de cacao que crecen de forma natural en los bosques, sin ser plantados ni injertados. Es una riqueza genética invaluable.

Los territorios de mayor concentración de este tipo de cacao están en el departamento de La Paz, especialmente en las provincias Iturralde, Franz Tamayo, Caranavi y Sud Yungas, donde las comunidades recolectoras juegan un rol clave. Según Azafrán Bolivia, en estas regiones se mantiene una relación ancestral con el fruto, que se recoge en el bosque bajo un sistema agroforestal respetuoso del entorno.


¿Qué hace tan especial al cacao boliviano?

El cacao boliviano destaca por ser fino y de aroma, una clasificación otorgada por organismos internacionales como la ICCO (International Cocoa Organization). Esto se refiere a su perfil organoléptico: tiene sabores florales, frutales, ácidos, a nuez o madera, dependiendo de la variedad y el procesamiento.

Además, su genética es diversa. Se han identificado más de 20 tipos de cacao nativo en el norte de La Paz, lo que lo convierte en un reservorio biológico de alto valor, tanto para la industria como para la preservación cultural.


La cosecha: saberes que no están en los manuales

A diferencia del cultivo intensivo que se ve en otras regiones del mundo, la recolección de cacao silvestre en Bolivia se basa en el conocimiento tradicional. Las comunidades recolectoras, muchas de ellas indígenas, conocen los árboles, los tiempos de maduración, los caminos del bosque.

Los granos no solo se recogen. Se fermentan de forma controlada, se secan al sol y se seleccionan con criterios que combinan tradición con innovación técnica. El resultado: un grano de altísima calidad, que conserva trazabilidad y autenticidad.


Premios internacionales, pero poco reconocimiento interno

El cacao boliviano ha sido galardonado en el International Cocoa Awards, y reconocido en el Salon du Chocolat de París, posicionándose entre los mejores del mundo. Sin embargo, dentro del país, muchas veces es confundido con productos de chocolate industrial, que en realidad contienen muy poco (o nada) de cacao verdadero.


Lo que exportamos… regresa con otra etiqueta

Uno de los aspectos más contradictorios de esta historia es que gran parte del mejor cacao boliviano se exporta en grano, sin valor agregado. Se transforma en el extranjero, donde se convierte en chocolates de lujo, y luego regresa al país con etiquetas en francés, italiano o suizo.

Es decir: comemos chocolate extranjero hecho con nuestro cacao, pero sin saberlo.


Un ingrediente con valor nutricional y simbólico

El cacao boliviano no solo es sabroso. Tiene un alto contenido de antioxidantes, minerales, grasas buenas y polifenoles, lo que lo convierte en un alimento funcional. Además, tiene una carga simbólica ancestral: ha sido moneda, medicina y ofrenda en diversas culturas andino-amazónicas.


Las amenazas: olvido, intermediarios y falta de apoyo

Entre los principales retos que enfrenta el cacao boliviano están:

  • El bajo consumo interno de chocolate real (menos de 200 gramos por persona al año).
  • La confusión del consumidor, que no distingue entre chocolate y sucedáneos ultra procesados.
  • La falta de incentivos estatales a los pequeños productores y recolectores.
  • La sobredependencia de intermediarios, que compran a bajo precio y encarecen el producto final.

Un cacao sostenible por naturaleza

El cacao silvestre no requiere talas, ni fertilizantes, ni pesticidas. Se desarrolla en sistemas agroforestales y aporta al equilibrio ecológico. Es uno de los cultivos más sostenibles que existen. Apoyarlo no solo tiene sentido económico, también es una decisión ambiental.


El potencial turístico y gastronómico

Cada vez más viajeros gastronómicos buscan experiencias auténticas. El cacao podría ser un eje de turismo comunitario, cultural y culinario, con rutas de producción, talleres de transformación, degustaciones y chocolates artesanales.

Además, su versatilidad permite que chefs bolivianos lo usen en platos salados, fermentados, salsas o bebidas, demostrando que su lugar no se limita solo al postre.


Opinión personal: miremos hacia lo nuestro

Como alguien que ha recorrido muchos rincones del país y que se ha formado en el mundo gastronómico, creo que debemos aprender a valorar y defender nuestro cacao y chocolate real. Muchas veces consumimos productos “de chocolate” que son solo azúcar, grasa y saborizantes. Otras veces, celebramos marcas internacionales sin saber que su sabor nace en nuestros bosques.

En Bolivia hay materia prima de altísima calidad, procesos cuidadosos, y un producto final que —cuando se respeta el origen— es de lo mejor del mundo. Solo falta que nosotros también lo entendamos así. Que lo preguntemos, lo pidamos, lo consumamos con criterio.

Porque si el mundo ya lo reconoció, ¿por qué no lo hacemos nosotros?

Cacao, murta y hongos silvestres: una cena a seis manos que unió a Chile y Bolivia

El viernes 6 de junio, el restaurante Arami fue el escenario de una colaboración a seis manos entre tres propuestas notables: Marsia Taha, anfitriona y cocinera de Arami; Javier Avilés de Pulpería Santa Elvira (puesto 57 en Latin America’s 50 Best Restaurants 2024); y Fiol Dulcería, liderada por Camila Fiol, reconocida como la mejor pastelera de Latinoamérica en 2024 según 50 Best.

Aunque Camila llegó a Bolivia para la ocasión, tuvo que regresar a Chile el mismo día del evento por una emergencia familiar. Aun así, dejó su huella: recetas, insumos y sabor perfectamente ejecutados por el equipo de Arami.


El inicio: ceviche, sandía y trufa chilena

La cena comenzó con una copa de Osadía, un espumante rosé boliviano elaborado con método champenoise. Los primeros snacks marcaron el tono de la noche: palta reina con ceviche de jaiba, sabroso y lleno de textura, y un canapé de chivé con carpaccio de sandía y tubérculos crocantes.

Uno de los momentos más memorables fue el paso que cada comensal debía montar en su mesa: sopaipilla de calabaza como base y, por separado, un trío de hongos de recolección cocinados —lengua, loyos y níscalos, traídos desde Chile— sobre los que se ralló trufa chilena. Esta trufa, más sutil que la europea, tiene un aroma profundo, con notas terrosas, y marca el inicio de una producción emergente en el país vecino. El ensamblaje fue personal, y la combinación resultó espectacular.

Maridamos este paso con un rosado boliviano, blend de tannat, bonarda y syrah, de la bodega Marqués de la Viña, que acompañó a la perfección, equilibrado, respetó la complejidad y profundidad del plato.


Maridajes precisos para platos potentes

Se sirvió un moscatel de Alejandría de Tierra Roja, también boliviano, uno de los maridajes más acertados de la noche. Este vino acompañó el que fue, sin duda, uno de los platos más potentes del menú: calamar austral, jamón de albacora, crema de almejas y algas encurtidas, una propuesta de inspiración japonesa, intensa y sabrosísima. El vino logró armonizar con los sabores marinos sin opacarlos, creando un equilibrio notable.

Después llegó el anticucho de paiche, con salsa demi-glace de pollo con tinta de calamar y togarashi, acompañado con papa andina encurtida, todo incrustado en una brocheta. El maridaje fue la Negra Criolla de Jardín Oculto, uno de mis vinos favoritos, siempre expresivo.

Le siguió Ladino, un vino chileno elaborado con uva país, que es la misma cepa que en Bolivia conocemos como negra criolla o misionera. A diferencia de los bolivianos, este tenía un perfil más mineral, marcado por su terroir. El plato: terrina de pato y charque de pato, con mole amazónico a base de cacao boliviano al 70%, acompañado de puré de walusa, papaya verde encurtida y frutas amazónicas como motacú y sinini. Intenso, complejo y profundamente sabroso.


Postres con firma de Fiol Dulcería

La parte dulce comenzó con un espumante Altosama Rosé, que acompañó un postre basado en murta, una baya silvestre chilena: helado, gomitas, frutos frescos y avellanas.

Luego llegó un semifreddo de papaya nativa chilena, más cercana a la carambola que a nuestras papayas. Venía acompañado de mermelada de la misma fruta, crema de maíz y un crocante de maíz nixtamalizado, cuyo aroma recordaba a nuestra pasankalla.

La cena concluyó con petit-fours que Camila Fiol dejó elaborados desde Chile, como broche final de una noche inolvidable.


Un intercambio sincero y sabroso

La integración de sabores y productos fue real: Bolivia y Chile compartieron territorio en cada plato. Conversar con Javier Avilés fue tan fluido como los sabores en la mesa; se notó su talento y claridad en cada paso. Y aunque Camila Fiol no pudo quedarse, su propuesta se hizo sentir de principio a fin.

Compartí mesa con amigos queridos, y entre risas, conversaciones y brindis, la noche pasó sin darnos cuenta.

Sobre los protagonistas

Marsia Taha
Chef boliviana y mente detrás de Arami, en La Paz. Reconocida por su trabajo de investigación y cocina con ingredientes nativos, Marsia fue elegida Mejor Chef Femenina de Latinoamérica 2024 por Latin America’s 50 Best. Su propuesta revaloriza los productos bolivianos con técnica, sensibilidad y sostenibilidad, convirtiendo a Arami en uno de los referentes de la nueva cocina amazónica.

Javier Avilés
Chef chileno y fundador de Pulpería Santa Elvira, restaurante ubicado en Santiago de Chile que ocupa el puesto 57 en la lista de Latin America’s 50 Best Restaurants 2024. Su cocina se caracteriza por el respeto al producto local, el uso creativo de ingredientes de temporada y una interpretación contemporánea de las recetas tradicionales chilenas. Javier es considerado una de las figuras más interesantes de la gastronomía chilena actual.

Camila Fiol
Pastelera chilena y fundadora de Fiol Dulcería, un proyecto que explora la dulcería desde lo técnico, emocional y cultural. Fue reconocida como la Mejor Chef Pastelera de Latinoamérica 2024 por Latin America’s 50 Best. Camila trabaja con productos nativos, técnicas contemporáneas y un enfoque que combina memoria, precisión y creatividad. Su propuesta ha redefinido la manera de entender la pastelería en la región.

Cuñapé, el bocado que conquistó Bolivia con queso, crocancia y memoria

Hay sabores que te acompañan toda la vida. Algunos están ligados a celebraciones, otros a rituales diarios, pero hay unos pocos que se instalan en la memoria con una naturalidad tan cálida que basta un solo mordisco para sentirse en casa. En Bolivia, uno de esos sabores es, sin duda, el cuñapé.

El cuñapé es pequeño, sí, pero poderoso: una esfera dorada, crocante por fuera y esponjosa por dentro, hecha con almidón de yuca y mucho queso. Su historia comienza en el oriente boliviano, pero hoy es una presencia habitual en todo el país, amado por grandes y chicos, por paladares dulces o salados, como desayuno, merienda o simplemente antojo.


Una historia que se hornea desde hace siglos

Aunque su forma moderna se popularizó en Santa Cruz, el cuñapé tiene raíces compartidas con otros bocados latinoamericanos hechos a base de almidón de yuca, como el pão de queijo de Brasil o los pandeyucas de Colombia. De hecho, los historiadores gastronómicos han debatido largamente sobre su origen exacto.

Una diferencia clave está en la preparación y los ingredientes: el pão de queijo no lleva mantequilla y requiere calentar ciertos ingredientes, mientras que el cuñapé sí lleva mantequilla, se prepara con queso semicurado (como el chaqueño) y su masa no necesita cocción previa. Además, el tipo de queso marca una diferencia profunda en el sabor y la textura. No son iguales, aunque sean primos cercanos.

Según Azafrán Bolivia, el cuñapé comenzó como una adaptación local, aprovechando ingredientes autóctonos y saberes regionales, dando como resultado un producto profundamente boliviano, de técnica sencilla y sabor complejo.


¿Qué significa “cuñapé”? Etimologías que también cuentan historias

El cuñapé no solo es un bocado delicioso: su nombre también carga con una herencia cultural que ha sido interpretada de distintas formas. Una de las versiones más difundidas sostiene que proviene del guaraní: “cuñá” significa mujer y “” se traduce como pan o pie, sugiriendo que era una receta tradicionalmente transmitida por mujeres, un secreto de cocina con raíz femenina.

Sin embargo, Azafrán Bolivia aporta otra lectura interesante: en este caso, “pé” se interpreta como pecho o chata, lo que daría como resultado un significado mucho más visual —pecho de mujer— haciendo alusión a la forma redondeada y abultada del cuñapé. Sea cual sea la etimología exacta, ambas versiones coinciden en lo esencial: el cuñapé es un símbolo de identidad, herencia y ternura.


Del oriente boliviano al resto del país

Si bien el cuñapé nació en tierras cálidas como Santa Cruz, Beni o Pando, hoy se lo encuentra en todo el país. Cafeterías en La Paz lo sirven recién salido del horno con café filtrado; mercados de Cochabamba lo ofrecen como merienda de media mañana; en Oruro y Potosí acompaña tardes frías con té caliente.

Cada región lo adapta según el queso disponible o el tipo de horno, pero el resultado es siempre el mismo: una explosión de sabor y textura que se siente familiar, sin importar dónde estés.

Y aunque hoy puedes encontrar versiones industriales, congeladas o listas para hornear, nada se compara con el cuñapé casero. El más delicioso que probé fue en el Beni, horneado en una casa de familia. No tengo una dirección exacta para darte, pero puedo describírtelo: crocante por fuera, suave como nube por dentro, salado en su punto justo. Perfecto.


Opinión personal (y una afirmación sin miedo)

Para mí, el cuñapé no es solo uno de los mejores bocados de Bolivia: es uno de los mejores bocados del mundo. No necesita rellenos ni salsas ni adornos: es puro queso, textura y calidez.

Tiene esa virtud poco común de ser a la vez humilde y sofisticado. Lo puedes comer a media mañana como si nada… o servirlo en una mesa elegante y seguir siendo estrella. Es versátil, es boliviano y es, sin duda, una joya de nuestra panadería tradicional.

La sopa de maní, la cucharada más querida de la cocina boliviana

Hay platos que logran contener el alma de un país en una sola cucharada. En Bolivia, esa cucharada humeante y sabrosa se llama sopa de maní. Blanca, envolvente, con cuerpo, siempre reconfortante, esta preparación ha resistido el paso del tiempo sin perder su lugar en la mesa diaria y en el corazón colectivo. Es, sin exagerar, una de las sopas más queridas del país.

No es solo un plato típico: es un símbolo. Y como todo símbolo, tiene múltiples formas, historias y significados. Porque si algo distingue a esta sopa es su capacidad de adaptarse sin dejar de ser ella misma: una sopa que sabe a casa, a campo y a memoria viva.


Una historia que empieza con cazuela (y miles de años de historia)

Se dice que la sopa de maní tiene su origen en la cazuela de maní, una preparación que aún se conserva en los valles bolivianos. Espesa, energética y abundante, esta receta tradicional incluye arroz, garbanzos, repollo, carne, verduras y maní. Con el tiempo, fue evolucionando hacia lo que hoy conocemos como sopa de maní: más ligera, más fluida, pero igualmente profunda en sabor.

Detrás de su ingrediente estrella hay una historia ancestral. El maní que usamos hoy nació en el sur de Bolivia hace unos 9.400 años, como resultado del cruce natural de dos especies silvestres, gracias a la migración y recolección humana. Comenzó a cultivarse hace entre 7.000 y 8.000 años y fue la cultura inca la que lo expandió por Sudamérica y Mesoamérica. En México fue adoptado por los aztecas, quienes lo bautizaron como cacahuate, derivado del náhuatl tlālcacahuatl, que significa “cacao de la tierra”.

Un dato importante: el maní que se utiliza en esta sopa no es tostado. Se emplea crudo, pelado y molido, lo que permite conservar su sabor suave y lograr la textura cremosa que caracteriza a esta preparación.

Sabores que cuentan historias (región por región)

Una de las maravillas de la sopa de maní es su capacidad de adaptarse al territorio. En Bolivia, cada región ha creado su propia versión, con ingredientes y matices que responden a la geografía, al clima y a la tradición:

  • En los llanos, suele servirse acompañada de arroz, yuca e incluso plátano frito.
  • En los valles, puede llevar ají colorado molido en piedra, caldo de chivo o res, y papa.
  • En el altiplano, es habitual encontrarla con carne de cordero y un generoso puñado de papas fritas al hilo coronando el plato.

Esa capa crujiente de papas fritas —jamás negociable— es más que un detalle. Aporta textura, carácter y un sabor que conecta directamente con la infancia, la mesa familiar y la cocina casera.


Una opinión personal (y una receta que une)

Para mí, la sopa de maní es una de las grandes delicias de Bolivia. Un plato que, de alguna manera, nos une. Porque aunque cada región y cada hogar tiene su versión —más espesa o más ligera, con diferentes cortes de carne o ingredientes— la mayoría de los bolivianos la ama. Y eso no es poca cosa.

En lo personal, la prefiero con fideo, con un equilibrio justo entre lo espeso y lo liviano. Y sí: con papas fritas al hilo en la parte superior. Ese contraste entre lo cremoso y lo crocante es, para mí, la definición de lo reconfortante.

Hay comidas que se disfrutan. Y hay otras, como esta, que también se recuerdan. Porque la sopa de maní no solo alimenta el cuerpo: calienta el alma.

Gastronomía boliviana: identidad, territorio y una mesa con nombre propio

Durante años, Bolivia fue uno de esos secretos celosamente guardados en el mapa culinario de América Latina. Un país discreto, diverso, profundo, cuyo talento gastronómico comenzaba —casi siempre— en el fogón de casa y no en los rankings internacionales. Pero eso está cambiando.

Con un territorio que lo tiene todo —altiplano, amazonía, chaco, valles fértiles y una identidad cultural que no se deja encapsular— Bolivia empieza a consolidarse como un destino gastronómico integral, donde el acto de comer no es solo saciar el hambre: es descubrir, aprender, emocionarse y conectar.

No hablamos únicamente de platos típicos. Hablamos de una cocina que florece desde la tierra, de ingredientes nativos que inspiran, de técnicas heredadas por generaciones, de una mirada actual que respeta el origen mientras imagina el futuro.


La geografía como ingrediente principal

Pocos países concentran una diversidad ecológica como la boliviana. Esa riqueza natural se traduce directamente en su despensa: más de 1.500 variedades de papa, quinuas y cañahuas consideradas superalimentos, maíces ancestrales, café de los Yungas, singani, vino de altura, cacao amazónico orgánico, ajíes nativos como el chicotillo o el huacareteño, hongos silvestres de Pisily, y frutas con nombres tan evocadores como copoazú, asaí, achachairú o motacú.

Cada producto cuenta una historia. Y cada región —de los valles de Cinti a los mercados de Cochabamba, de las pampas del Beni a las terrazas del altiplano— tiene una forma propia de cocinar y narrarse.


Comer es recorrer: turismo con gusto

La gastronomía boliviana se disfruta en la mesa, pero también se camina, se huele, se observa y se conversa. En las rutas del vino de Tarija, en los desayunos de mercado en Sucre, en las cocinas abiertas de La Paz o en las comunidades que recolectan frutas amazónicas, comer es también viajar.

Es en esos recorridos donde el visitante entiende que cada sabor está vinculado a un territorio, a una altitud, a un microclima, a una historia. Y que detrás de cada técnica hay una voz, una memoria, una resistencia.

Bolivia empieza a atraer a viajeros que buscan más que una postal bonita: buscan autenticidad. Y la cocina es, sin duda, uno de sus mayores paisajes.


Una opinión personal (y profundamente boliviana)

Creo que Bolivia no imita, no repite, no se disfraza. Bolivia tiene identidad. Cada uno de nuestros territorios tiene algo que contar, algo que mostrar y algo urgente por registrar.

Tenemos una variedad inmensa de panes, frutos amazónicos que parecen infinitos, somos la cuna del ají, y sí: tenemos uno de los mejores chocolates del mundo y uno de los cafés más reconocidos de la región.

Nuestros mercados son escuelas vivas. Con saberes que no están en los libros sino en las manos. Fermentos, técnicas orales, ollas que huelen a campo, fuego y origen. Nuestra llajua —considerada la salsa picante más antigua del mundo— sigue acompañando cada almuerzo boliviano, desde un plato gourmet hasta una sopa callejera.

Nuestros superalimentos como la quinua y la cañahua han llegado a la NASA. Y mientras viajan al espacio, siguen en la olla de una abuela que cocina como le enseñaron, con lo que le da la tierra.

Eso somos: raíces, diversidad, territorio, sabor. Y eso quiero compartir contigo. En mis redes te muestro retazos de este universo. Pero esta página web es un espacio nuevo, más íntimo, más extenso, donde voy a contarte mis vivencias, mis hallazgos, mis certezas. Porque me siento profundamente orgulloso de mi Bolivia y de todo lo que representa.

Chuquisaca en sabores: tradición, picante y productos con raíz profunda

Al hablar de la cocina boliviana, hay una región que late con un ritmo propio: Chuquisaca. Desde sus valles fértiles hasta sus cocinas campesinas, este departamento del sur de Bolivia guarda una de las expresiones gastronómicas más ricas, auténticas y profundamente ligadas al territorio.

La comida chuquisaqueña es reconocida por su variedad, su sazón intensa y su equilibrio entre extremos: el dulzor de sus granos y frutas se combina con el fuego de sus ajíes, creando platos que sorprenden tanto a locales como a visitantes.


Chorizo chuquisaqueño: sabor de identidad urbana

Uno de los emblemas culinarios de Chuquisaca es, sin duda, el chorizo chuquisaqueño. Este embutido de cerdo, condimentado con precisión, se sirve tradicionalmente antes del mediodía, acompañado por mote blanco, pan sopado en manteca, ensalada fresca y locoto. Su versión callejera, el sándwich de chorizo, también goza de gran popularidad.

En Sucre, hay un nombre que resuena cuando se habla de este plato: “7 Lunares”, un local convertido en leyenda, nacido del ingenio de una mujer carismática a inicios del siglo pasado. Hoy, tras cinco generaciones, sigue sirviendo chorizos con la misma receta y espíritu, consolidándose como un patrimonio culinario.


Cocina de valle: fuego, maíz y tradición campesina

La gastronomía de Chuquisaca es vasta y profundamente local. No se apoya en lujos ni artificios: sus recetas nacen del campo, del fogón, de ingredientes autóctonos y saberes heredados.

Entre los platos más representativos se encuentran:

  • Fritanga: carne de cerdo cocida con ají colorado, cebolla y mote blanco.
  • Mondongo: preparado con cuero de cerdo, maíz cocido y ají, ligado a fechas festivas.
  • Karapecho: charque seco con papa y mote, de raíces andinas.
  • Koko de pollo: cocinado con chicha artesanal, hierbas y condimentos.
  • Sulka: carne de res, mote y ensalada, con sabores rústicos y frescos.
  • Picante de pollo criollo: protagonista en ferias y festividades rurales.

Las provincias como Padilla, El Villar, Yamparáez, Zudáñez e Icla ofrecen variaciones de estos platos, sumando a la diversidad del repertorio chuquisaqueño.


Ají: el corazón de la sazón chuquisaqueña

En Chuquisaca, el ají no es condimento: es cultura. El departamento produce más del 80% del ají nacional y lo hace con identidad propia. En Padilla se cultivan variedades únicas como el Chicotillo —considerado uno de los más picantes del país— o el dulce Asta de Toro, pasando por el Huacareteño y el Punta de Lanza.

Desde 2014, estos ajíes cuentan con Denominación de Origen, una distinción que protege su autenticidad y reconoce su valor cultural y agrícola. La llajua, salsa emblema de Bolivia, cobra vida en Chuquisaca con una intensidad difícil de replicar en otras regiones.


Una cocina natural y profundamente nutritiva

En las zonas rurales, la alimentación sigue siendo natural, orgánica y profundamente conectada al entorno. La mayoría de las preparaciones no usan manteca ni aceites procesados, y se basan en ingredientes nobles como papa, oca, maíz, trigo, habas, arvejas, queso y carnes criollas.

Platos como el trigo uchu, el phiri de trigo o quinua, el runtu uchu (huevo con ají), y sopas como la jarwi lawa y la lawa de jank’a quipa son comunes en comunidades donde se cocina con sal, ajo, perejil y ají, y donde el mote, en todas sus formas, es parte esencial del día a día.


Bebidas tradicionales: refrescar el alma

Chuquisaca también se bebe. Además del legendario singani de Camargo, la región ofrece una colección de bebidas sin alcohol elaboradas con cereales, semillas y frutas:

  • Chichas de maní, quinua o coco.
  • Refrescos de sésamo, linaza, cebada, trigo o molle luru.
  • Api de maíz o de semillas de zapallo.
  • Aloja de thacu, miel o lacayote.

Son refrescos con historia, preparados con técnicas heredadas, que siguen sirviéndose en ferias y hogares rurales.


Camargo y los valles de sabor líquido

En el sur de Chuquisaca, Camargo y el Valle de Cinti mantienen una fuerte tradición vinícola. Aquí, el sol maduro y la altura ofrecen condiciones excepcionales para la uva criolla. El singani San Pedro, producido con técnicas coloniales, es un legado líquido que sigue vigente. El vino, tanto tinto como blanco, forma parte de la cultura local, consumido en fiestas, rituales o simplemente al caer la tarde.


Chuquisaca es tierra que alimenta

Hablar de Chuquisaca es hablar de productos con nombre y apellido, de sabores que tienen raíz y de un pueblo que sigue cocinando con orgullo. Su cocina, tanto urbana como rural, es un testimonio vivo de Bolivia: diverso, generoso, vibrante.

No hace falta una fecha especial para celebrarlo. Basta un plato bien servido, una llajua recién molida, una historia que se cuenta mientras se come.

Amazonía en la mesa: una cena entre Arami y Maido que unió Bolivia y Perú

Una noche en la que el producto amazónico brilló sobre todas las cosas, uniendo a Perú y Bolivia en una cocina íntima, técnica y emocionalmente poderosa.

En el tranquilo barrio de Achumani, en La Paz, se vivió una cena amazónica en Arami que quedará grabada en la historia reciente de la gastronomía boliviana. Al cruzar las puertas el murmullo urbano quedó atrás y entré en una atmósfera cálida, perfumada por maderas nobles, tejidos y vegetación bien medida. Nada era ostentoso: todo estaba en su lugar, como si la Amazonía se hubiese colado con elegancia dentro de este espacio diseñado para celebrar sabores. Esta noche no sería una más. Había sido invitado a la primera colaboración oficial entre Arami y Maido, el célebre restaurante peruano liderado por Mitsuharu “Micha” Tsumura. En cocina, junto a él, estaría Marsia Taha, la mente brillante detrás de Arami y reconocida en 2024 como la mejor chef de Latinoamérica por 50 Best. La expectativa estaba servida.


Un recibimiento con identidad

Antes de sentarnos, nos recibieron con un cóctel de autor: Flor de colonia, higo y vodka 1825, un equilibrio entre frescura herbal y dulzor preciso. El menú, personalizado con nuestros nombres, ya prometía una noche pensada al detalle. En la cocina abierta, podía verse cómo el equipo de chefs afinaba los últimos movimientos. El ambiente era íntimo, con sonidos amazónicos flotando entre las mesas, luz tenue y colores tierra que recordaban a la selva al atardecer.

Snacks que narran territorio

La cena comenzó con una serie de snacks que ya mostraban el carácter de la experiencia. El Zigzag, con chorizo regional y crema de loche, fue una explosión de textura y umami. Luego, una aleta de pacú con flores, ajíes y escamas, seguida de una sorpresa no anunciada: un mini sándwich bao de paiche ahumado y mostaza, que se convirtió en uno de mis favoritos. El pan de yuca con ceniza de roble y mantequilla de la casa completó una apertura brillante.

El maridaje: Nature Millésime Altosama, Chardonnay 2019, de Tarija. Preciso, elegante, boliviano y perfecto.

Fuerza amazónica y sutileza nikkei

Cada plato principal fue una postal comestible del bioma compartido entre Perú y Bolivia. El ceviche amazónico, con crema de castañas de Bahuaja, corvina, ovas de trucha y leche de tigre con ají negro, fue una obra de arte, uno de los platos más equilibrados y elegantes de la noche. Aquí se lució el talento de la sommelier Andrea Moscoso, quien propuso como maridaje un Sauvignon Blanc 2023 de Bodega Uvairenda, Samaipata, cuya acidez vibrante y mineralidad realzaron cada matiz del ceviche. Una elección brillante.

Luego llegó la piraña ahumada, servida con leche de cusi, motacú y sacha cilantro, acompañada por un rosé de Jardín Oculto del Valle de Cinti, cuya cosecha colectiva incluyó mi participación: una botella firmada por todos los que pusimos manos en la viña. Verlo servido, con nuestras firmas en la etiqueta, fue emotivo.

Los caracoles al sillao, con espuma de papa pituca y salsa nikkei, elevaron el juego técnico. El maridaje cruzó fronteras: Duermevela, un vino peruano de Albilla e Italia del Valle de Pisco, uno de los descubrimientos de la noche: aromático, expresivo y perfectamente balanceado.

El Juane, plato amazónico envuelto, con papada de cerdo, chonta y fariña, fue reconfortante y sofisticado a la vez. El maridaje: Cereza Criolla 2023 del Valle de Cinti, de la bodega Cepas de Oro, cerró esa parte con gracia y frescura.


Dulces finales y texturas profundas

El primer postre —pacay, lúcuma y polvo de ciruelos— jugó con temperaturas, sabores suaves y acidez. El pacay semihelado tenía un efecto curioso en los dientes, pero más como una travesura que como un problema. Cerramos con Teobromas, una combinación intensa de copoazú, cacao y café. Mordí una semilla de copoazú salada, como indicaba la secuencia, y luego, una cucharada del helado de cacao con pulpa de copoazú: un viaje entre selva, dulzor, acidez y profundidad.

El cierre perfecto: música, gin y comunidad

La noche terminó en alto con Radio Cutipa tocando en vivo: sonidos bolivianos, vibrantes y alegres. En la barra, La República servía cócteles con gin boliviano y frutas amazónicas. Se armó un ambiente festivo y relajado: la gente bailó, conversó con los chefs, y la alta cocina se volvió cercana, compartida.

Para cerrar, la Embajada del Perú, que apoyó el evento, entregó un souvenir especial, un gesto que selló una noche difícil de olvidar.


Este encuentro entre dos cocinas hermanas dejó claro que el futuro de la alta gastronomía latinoamericana está profundamente enraizado en lo ancestral.


Sobre los protagonistas

Marsia Taha

Chef del restaurante Arami en La Paz, Bolivia. Fue reconocida como Mejor Chef Femenina de Latinoamérica 2024 por Latin America’s 50 Best. Su cocina explora y revaloriza los ingredientes nativos bolivianos —especialmente amazónicos— combinando tradición e innovación con un enfoque sostenible. Es también una figura clave en el movimiento culinario boliviano por su trabajo con comunidades e insumos autóctonos locales.

Mitsuharu “Micha” Tsumura

Chef peruano-japonés, fundador de Maido, en Lima, considerado uno de los mejores restaurantes del mundo. Pionero en la cocina nikkei, su propuesta fusiona técnicas japonesas con ingredientes peruanos, creando una de las expresiones gastronómicas más influyentes de América Latina. Micha es reconocido por su creatividad, técnica impecable y su capacidad de hacer de la cocina una forma de diálogo entre culturas.